Anoche asistí al concierto de “Un Pingüino En Mi Ascensor”.
Estaba invitada por uno de sus componentes, José Luis Moro, al que todos los
que le hemos conocido dentro del entorno profesional publicitario, llamamos
cariñosamente “el pingüi”.
Durante hora y media no paré de reírme con sus temas
provocadores y gamberros. Personalmente los considero monologuistas con música.
Pero no quiero hacer una crítica sobre el concierto, ni nada
que se le parezca. Primero porque no soy quién y segundo porque, aunque lo disfruté,
hubo otra cosa que también llamó mi atención esa noche.
Como soy mujer y se supone que puedo hacer dos cosas al
mismo tiempo, esa noche además de escuchar los temas de “el pingüi” me puse a
mirar a mi alrededor y observar a las personas. Reconozco que es algo que me
gusta hacer habitualmente. Saco mi antena de fisgona y busco escrupulosamente
víctimas que sacien las ansias de la pequeña Karmele Marchante que llevo
dentro.
Esa noche mis ojos se pararon en una pareja. Una pareja pija.
De los de familia pija “bien” de toda la vida. Los dos estarían estrenando los
cuarenta.
Él guapo. Cuerpo atlético. Jersey de pico, pantalón chino,
calcetines de rombos y zapatos burdeos de cordones. Sin más.
Ella con rasgos todavía aniñados. Ni guapa, ni fea. Cuerpo
cuidado. Melena perfecta, abundante, larga, lisa, y con raya en medio. Una
melena que no ha conocido tinte. Pendientes de perla. Jersey de lana beige con
un pañuelo de loewe anudado perfectamente al cuello. Sin más.
Él tomando una cerveza
en copa de balón. Clásico.
Ella con una coca-cola ligth. Clásico.
Ninguno de los dos se ríe de los chistes de “el pingüi”.
Ninguno se mueve al compás de la música. Cada uno observa el concierto desde
dos lados distintos de la mesa.
Él seguramente se sabe todos los temas de memoria desde hace
20 años, pero los tararea de forma mecánica. Sin emoción
Ella sólo tararea algunas frases. Quizás aquellas que se le
quedaron hace 20 años cuando ese novio se las ponía sin parar. Le gustaran a
ella o no. Sin emoción.
Él parece que saca por un momento su lado más gamberro y
salvaje, atreviéndose a tararear temas tan provocadores. Todo un reto.
Ella pareciera que lo único arriesgado que ha podido hacer
en su vida, fue cuando una vez (y de reojo) le miró el culo a un subsahariano
buenorro que vendía kleenex en un semáforo. Todo un reto.
Llega el momento del descanso y se encienden las luces.
Él la mira con mirada cansada.
Ella ni siquiera le mira.
Empiezan a intercambiar palabras. No, espera. Parece que no
conversan ¡Discuten!...Por fin hay emoción.
No…no hay emoción.
Él con los codos sobre la mesa, mira con calma a un lado y a
otro, mientras ella con mucha delicadeza, vacía su boca de palabras a una
velocidad pasmosamente lenta.
Ella con un mohín insignificante, voltea su mirada al techo,
como reclamando al Dios en el que no ha dejado de creer en cuarenta años,
mientras él casi ni mueve los labios al hablar.
No hay desconsuelo. No hay dolor. No hay pasión. No hay
frustración. No hay nada.
Hay hastío. Hay cansancio. Hay aburrimiento. Hay vacío. Hay
nada.
La más dramática y absoluta mediocridad emocional.
Cuando acaba el concierto y mientras vuelvo a casa caminando
sola, pienso…
Puede que no tenga una pareja a mi lado, pero mi corazón no
está sólo.
Y nunca estará sólo.
Pase lo que pase, siempre intentaré mantener conmigo al
mejor compañero posible.
La esperanza.
“Atrapados en el
ascensor” es quizás la única canción romántica que “Un pingüino en mi ascensor”
se permitió jamás escribir.